Crónica de Óscar Guil
La meteorología nos dio una tregua la mañana
del domingo, al menos durante la carrera. La cita era en Estepona
y la hora las 11 a.m. Allí nos presentamos diez valientes dispuestos a dejarnos
la piel en otros tantos kilómetros. Estábamos en un territorio desconocido, pero pronto fuimos asimilando el ambiente de esta primera carrera
urbana de Estepona. Para ser la primera, la realidad es que no estuvo nada mal.
Salvando algún problema de organización y un recorrido algo sinuoso, el
ambiente que se pudo vivir fue inmejorable. El
sol acompañó durante toda la prueba y el único pero fue el viento, presente en
algunos tramos.
Con unos minutos de retraso comenzó la prueba. Dieron el pistoletazo
de salida para los corredores discapacitados y cuarenta segundos más tarde nos
llegaría el turno a los demás. La salida empezaba en bajada, lo que suponía un esfuerzo
extra a la llegada, situada en el mismo lugar. Por ese motivo, la carrera comenzó
rápida, demasiado quizá. Los primeros volaban, entre ellos Luis Enrique y Rocío.
Quienes íbamos pendientes del crono para no desfondarnos tuvimos que aflojar, al
menos un servidor, muy novato aún en estas lides. 3:50 en el primer kilómetro
es mucho ritmo para mí, de modo que tuve que serenarme y bajarlo a 4:14. La carrera se podía dividir en dos tramos. El primero por el paseo
marítimo: una gozada, a pesar del viento. El sol brillando y el mar a un lado.
Una muy buena manera de correr. Todos íbamos pendientes del recorrido, muy llano
al principio, pero con sorpresas. Llegamos al puerto y la primera en la
frente: una cuesta oculta tras un giro a la izquierda; más que una cuesta, un
muro. Ahí es cuando uno aprieta los dientes y piensa: “¡joder, ¿esto de dónde sale?!. Luego más llaneo.
Los corredores nos vamos recuperando en los escasos dos kilómetros y medio de
tregua. Uno coge ritmo y disfruta de la carrera, aunque vaya sufriendo. Todo sigue perfecto hasta el kilómetro cuatro y medio, cuando un nuevo
desnivel hace las “delicias” de todos. Como a mí no se me dan bien las cuestas, me costó.
Las piernas respondían, no así los pulmones, demandadores de oxígeno a granel. Llegados a este punto empiezas a ver, por el otro carril, a los
primeros, quienes ya han completado la mitad del recorrido: Carretero, un guiri, Raúl y Luis Enrique. Me sale del alma darle ánimos a mi compañero de club y decir: “¡venga, Luis, que ya es
todo llano!”. Van pasando corredores y me voy fijando en sus caras. Es una técnica para olvidarme de mi
propio sufrimiento. Van pasando compañeros: Manolo, Blas, Santi, Rocío… y para cada uno hay palabras de ánimo. Van mucho más fuertes que yo. “¡Vamos!”. Llego a la mitad del camino. “Ya es todo de vuelta”, pienso, y aprieto el
paso para compensar la última subida. Sigo a ritmo de 4:23 min/km. Me voy
emocionando por momentos. No sólo es la primera vez, de manera oficial, en la
que bajaré mi marca del diez mil por debajo de cincuenta minutos, sino que
además me parece muy probable bajar de los cuarenta y cinco. Sonrisa en la cara.
Vuelta por el paseo marítimo. Giramos por la primera rotonda. Superman animando
a los corredores y callejeo. Aquí empiezan los problemas. El empedrado del
suelo es un molesto enemigo del corredor. En el kilómetro siete mi pierna dice: “¿a dónde vas?” y siento cómo
recaigo del tirón. Mil cosas me pasan por la cabeza. ¿Abandonar?: ¡ni loco!. Prefiero
estar tres meses sin correr a no terminar. Me masajeo como puedo el cuádriceps.
Parece que aguanto. Llegamos a la plaza Ortiz, giramos y otra recta. Todo se
intuye tranquilo hasta que llega un nuevo giro a la derecha y ¡sorpresa!: nuevo
muro. Aprietas los dientes mientras las mujeres mayores animan desde las puertas de
sus casas. “Ya queda muy
poco”, piensas.
Ahora es el momento de aplicar los conocimientos machacados en los entrenamientos con
Román y los demás. Ampliando zancada, haciendo técnica de carrera. Apenas un
kilómetro antes de la meta, el dolor regresa. Tiro de coraje. Apenas faltan
cinco minutos, o menos, para llegar. Hay que aguantar. Enfilo la última cuesta de llegada a meta. Por delante tengo un grupo de unos
quince corredores y decido empezar a cambiar el ritmo para llegar pronto. Miro
el reloj y ya se me antoja imposible hacer los diez kilómetros en cuarenta y
cinco minutos. El crono marca 45:07. Primer cambio de ritmo, supero a cuatro
corredores. Primer tramo superado. Segundo cambio de ritmo, las pulsaciones en
aumento. Cinco corredores menos. Quedan seis y apenas 150 metros. El corazón
quiere salirse del pecho. No lo permito. Vuelvo a apretar los dientes, amplío
zancada, cierro los puños, braceo. Uno, dos, tres… y a falta de 30 metros para llegar supero
a la última corredora de los quince que me precedían. Piso en la meta. Paro el
crono en 47:17, 47:21 según la organización. Sonrisa en la cara. Gran triunfo. Busco
a los compañeros. Rocío, primera, ¡genial!. Todos los demás en buenos tiempos.
Manolo Marín, tercero en su categoría. ¡Por fin subo al podio!, aunque sea
para recogerle el trofeo. De repente me encuentro con Luis: "¿qué tal?”, le pregunto; “cuarto”, me responde. “¿No me has dicho que ya era
todo llano?”, me recrimina, y terminamos riendo.
Resultados de los compañeros